En adición al artículo de Irene Giménez, que explica porque la segunda vuelta causa perversiones en las instituciones democráticas, en un sistema presidencialista donde no se comparte el poder, el abogado Guillermo Márquez añade que tampoco se puede ver el sistema de la segunda vuelta electoral como un método para crear legitimidad. La legitimidad depende de que se haya cumplido con transparencia el proceso, y nada tiene que ver con la votación.
La segunda vuelta, suicidio oficialista
Por Guillermo Márquez
La Prensa, 27 de mayo de 2010
Con el argumento de que una segunda vuelta electoral otorgaría mayor legitimidad al Presidente de la República, viene mencionándose desde hace bastante tiempo, la posibilidad de introducirla en nuestro sistema electoral.
El tema ha cobrado sustancial interés, incluso se ha llamado a sesiones extraordinarias a la Asamblea Nacional para tratarlo y así, a lo rápido, considerar y aprobar algo que no hemos analizado con el detenimiento que merece y que, estoy seguro, si se estudiara con más serenidad, especialmente por quienes parecen abanicarlo, terminarían echándolo al cesto de la basura por inconveniente, especialmente para los partidos oficialistas, suponiendo que permanezcan en alianza.
En primer lugar, consideremos que el sistema nació en Francia hace unos 50 años, donde hay una democracia parlamentaria en la que el Presidente es el jefe de Estado elegido por la mayoría de los electores que quieran ir a votar.
Es él quien designa al Primer Ministro de entre los miembros del Parlamento para que dirija el Órgano Ejecutivo como jefe de Gobierno y, excepcionalmente, dispone de la facultad de disolver el Parlamento y llamar a elecciones generales; así se originó el planteamiento de que si el Presidente puede mandar a los miembros del Parlamento para su casa, y éstos han sido elegidos por el pueblo, resulta incuestionable que el Presidente no solo debe haber sido elegido por el pueblo, sino que debe haber contado con un respaldo sustancial, al menos formalmente.
En nuestras naciones latinoamericanas, por otras razones que guardan más relación con la falta de participación ciudadana en los comicios, y por la deficiencia de nuestra organización electoral, algunas naciones trasladaron a sus propios procesos electorales la figura de la segunda vuelta, con la diferencia de que acá, ni el Presidente puede disolver el Parlamento ni el Parlamento puede censurar al Primer Ministro, quien es realmente el jefe de Gobierno.
Pretendían así incrementar la legitimidad de sus gobernantes allí donde, sobre todo, hay unos índices de abstención sumamente altos, acompañados de la necesidad de atender problemas que requieren de una autoridad incuestionable en cuanto a su legitimidad.
En Panamá, donde los niveles de participación ciudadana en las elecciones son significativos, y donde hay amplios mecanismos de consultas, particularmente desde la terminación de la dictadura, la legitimidad del gobernante no depende de una segunda vuelta.
Aquí nadie pone en duda la autoridad que tiene el Presidente para ejercer sus funciones, pues todos sabemos que ha sido elegido de acuerdo con las leyes. Así ha sido desde 1994.
De hecho, la legitimidad únicamente depende de que la sociedad de una nación comparta la idea de que sus gobernantes han sido electos de acuerdo con la ley.
Así, los reyes llegan a ser jefes de Estado, no porque tengan más votos, sino porque, de acuerdo con las leyes en sus países, son ellos los llamados a ejercer tal cargo, como en la Unión Soviética el presidente del Soviet Supremo, elegido por los miembros del Partido Comunista únicamente, era el jefe de Estado, y como en Estados Unidos se tiene por jefe de Estado y del Gobierno Federal al ciudadano que haya obtenido la mayoría de los votos de los miembros de los colegios electorales de todos los estados de la Unión, que en total suman 538 electores (bastante menos de los más de 150 millones de ciudadanos), en una elección que se verifica el lunes siguiente al segundo miércoles de diciembre, siguiente a las elecciones nacionales.
De aquí pues, que la legitimidad no proviene del número ni de la proporción de los ciudadanos que hayan votado por un presidente.
En cuanto a los efectos del mandato de segunda vuelta, cuando en la primera no se obtiene más de la mitad de los votos, la experiencia en Latinoamérica ha sido la proliferación de candidatos y partidos que se postulan, no porque realmente tengan opciones para llegar a ocupar el cargo de jefe de Estado, sino porque el simple hecho de postularse les permite “negociar” sus apoyos a los candidatos que pasen a la segunda vuelta, a cambio de prebendas que terminamos pagando todos los ciudadanos y que vienen a constituir un germen de corrupción del sistema que debilita a la democracia.
Finalmente, por hoy, es una realidad, acreditada también por la experiencia, que a quienes menos conviene el establecimiento de una segunda vuelta, es a los candidatos y partidos oficialistas, y la razón es muy simple: de todos los candidatos en un torneo electoral, solo uno es candidato oficialista, los demás son todos de oposición más o menos dura, más o menos extremista, pero oposición al fin y, cuando ninguno de los candidatos alcanza la mitad, suponiendo que uno de los candidatos sea el de los partidos de gobierno, la realidad político-electoral es la de que los simpatizantes de los candidatos que no alcanzaron a participar en la segunda vuelta, se inclinarán ampliamente por votar por el candidato de oposición que sí participa en la segunda vuelta.
Cada quien saque sus conclusiones. Miren los resultados de segundas vueltas y verán que, típicamente, cuando ocurren, son los candidatos de oposición los que terminan imponiendo su predominio en votos.
La segunda vuelta, suicidio oficialista
Por Guillermo Márquez
La Prensa, 27 de mayo de 2010
Con el argumento de que una segunda vuelta electoral otorgaría mayor legitimidad al Presidente de la República, viene mencionándose desde hace bastante tiempo, la posibilidad de introducirla en nuestro sistema electoral.
El tema ha cobrado sustancial interés, incluso se ha llamado a sesiones extraordinarias a la Asamblea Nacional para tratarlo y así, a lo rápido, considerar y aprobar algo que no hemos analizado con el detenimiento que merece y que, estoy seguro, si se estudiara con más serenidad, especialmente por quienes parecen abanicarlo, terminarían echándolo al cesto de la basura por inconveniente, especialmente para los partidos oficialistas, suponiendo que permanezcan en alianza.
En primer lugar, consideremos que el sistema nació en Francia hace unos 50 años, donde hay una democracia parlamentaria en la que el Presidente es el jefe de Estado elegido por la mayoría de los electores que quieran ir a votar.
Es él quien designa al Primer Ministro de entre los miembros del Parlamento para que dirija el Órgano Ejecutivo como jefe de Gobierno y, excepcionalmente, dispone de la facultad de disolver el Parlamento y llamar a elecciones generales; así se originó el planteamiento de que si el Presidente puede mandar a los miembros del Parlamento para su casa, y éstos han sido elegidos por el pueblo, resulta incuestionable que el Presidente no solo debe haber sido elegido por el pueblo, sino que debe haber contado con un respaldo sustancial, al menos formalmente.
En nuestras naciones latinoamericanas, por otras razones que guardan más relación con la falta de participación ciudadana en los comicios, y por la deficiencia de nuestra organización electoral, algunas naciones trasladaron a sus propios procesos electorales la figura de la segunda vuelta, con la diferencia de que acá, ni el Presidente puede disolver el Parlamento ni el Parlamento puede censurar al Primer Ministro, quien es realmente el jefe de Gobierno.
Pretendían así incrementar la legitimidad de sus gobernantes allí donde, sobre todo, hay unos índices de abstención sumamente altos, acompañados de la necesidad de atender problemas que requieren de una autoridad incuestionable en cuanto a su legitimidad.
En Panamá, donde los niveles de participación ciudadana en las elecciones son significativos, y donde hay amplios mecanismos de consultas, particularmente desde la terminación de la dictadura, la legitimidad del gobernante no depende de una segunda vuelta.
Aquí nadie pone en duda la autoridad que tiene el Presidente para ejercer sus funciones, pues todos sabemos que ha sido elegido de acuerdo con las leyes. Así ha sido desde 1994.
De hecho, la legitimidad únicamente depende de que la sociedad de una nación comparta la idea de que sus gobernantes han sido electos de acuerdo con la ley.
Así, los reyes llegan a ser jefes de Estado, no porque tengan más votos, sino porque, de acuerdo con las leyes en sus países, son ellos los llamados a ejercer tal cargo, como en la Unión Soviética el presidente del Soviet Supremo, elegido por los miembros del Partido Comunista únicamente, era el jefe de Estado, y como en Estados Unidos se tiene por jefe de Estado y del Gobierno Federal al ciudadano que haya obtenido la mayoría de los votos de los miembros de los colegios electorales de todos los estados de la Unión, que en total suman 538 electores (bastante menos de los más de 150 millones de ciudadanos), en una elección que se verifica el lunes siguiente al segundo miércoles de diciembre, siguiente a las elecciones nacionales.
De aquí pues, que la legitimidad no proviene del número ni de la proporción de los ciudadanos que hayan votado por un presidente.
En cuanto a los efectos del mandato de segunda vuelta, cuando en la primera no se obtiene más de la mitad de los votos, la experiencia en Latinoamérica ha sido la proliferación de candidatos y partidos que se postulan, no porque realmente tengan opciones para llegar a ocupar el cargo de jefe de Estado, sino porque el simple hecho de postularse les permite “negociar” sus apoyos a los candidatos que pasen a la segunda vuelta, a cambio de prebendas que terminamos pagando todos los ciudadanos y que vienen a constituir un germen de corrupción del sistema que debilita a la democracia.
Finalmente, por hoy, es una realidad, acreditada también por la experiencia, que a quienes menos conviene el establecimiento de una segunda vuelta, es a los candidatos y partidos oficialistas, y la razón es muy simple: de todos los candidatos en un torneo electoral, solo uno es candidato oficialista, los demás son todos de oposición más o menos dura, más o menos extremista, pero oposición al fin y, cuando ninguno de los candidatos alcanza la mitad, suponiendo que uno de los candidatos sea el de los partidos de gobierno, la realidad político-electoral es la de que los simpatizantes de los candidatos que no alcanzaron a participar en la segunda vuelta, se inclinarán ampliamente por votar por el candidato de oposición que sí participa en la segunda vuelta.
Cada quien saque sus conclusiones. Miren los resultados de segundas vueltas y verán que, típicamente, cuando ocurren, son los candidatos de oposición los que terminan imponiendo su predominio en votos.
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