Jeroen van Luin / Flickr |
En 2017, Holanda exportó $113 mil millones en productos agrícolas, un incremento del 7% frente a 2016, ubicándolo después de Estados Unidos con $140 mil millones. Además, lo ha conseguido haciendo más con menos. Según datos capturados por NatGeo, entre 2003 y 2014 la producción de vegetales aumentó un 28%, mientras que la energía utilizada se redujo en un 6%, el uso de pesticidas disminuyó en un 9% y la aplicación de fertilizantes cayó un 29%. En el caso del tomate, Holanda tiene el rendimiento más alto del mundo, con 5.1 millones de hectogramas por hectáreas (hg/ha), frente a, por ejemplo, 902 mil hg/ha en Estados Unidos y 306 mil hg/ha en Panamá, según datos de la FAO. Esto lo hace consumiendo 1.1 galones de agua por cada libra de tomate frente a un promedio de 15.2 galones por libra en Estados Unidos y 25.6 de promedio en el mundo. Adicionalmente, ocupa el primer lugar en rendimientos de ajíes y pepinos, y está entre los primeros 5 puestos en rendimientos de peras, zanahorias, papas y cebollas.
¿Cómo lo ha logrado? ¿Y podría Panamá emular algo de este caso de éxito? Pienso que sí, con una visión a 20 años similar a la que se trazó Holanda: producir el doble de alimentos con la mitad de los recursos. Es fácil decirlo y difícil hacerlo. No se trata solo de la producción y los costos. Se trata de tener claro que se requiere generar un tejido amplio y profundo de empresas en todos los ámbitos de la producción agropecuaria y su cadena de valor, desde la producción de semillas hasta el diseño de invernaderos, y una red científica dedicada y trabajando mancomunadamente para mejorar las técnicas y desempeños. Koppert Biological Systems, por ejemplo, es una empresa dedicada al control de pestes y enfermedades mediante mecanismos naturales, con 1,300 empleados. ¿Podría Panamá generar este grado de división del trabajo y crear un ambiente institucional adecuado para que se creen empresas agrícolas especializadas?
En este sentido, el primer objetivo debiera ser establecer una institución académica y de investigación enfocada en los campos de agricultura, agronomía, alimentos, genética, química agraria, ingenierías de sistemas, administración de empresas agrícolas, ambiente, ecosistemas y todos los campos relacionados, con la ambición de convertirse en una universidad de clase mundial. Necesariamente, debe ser abierta a estudiantes de todos lados y con profesores, investigadores y administradores de cualquier nacionalidad. He aquí nuestro primer gran obstáculo: la Ley 22 de 1961 prohíbe el ejercicio de las ciencias agrícolas y todas las profesiones relacionadas a los extranjeros. ¿Estamos dispuestos a competir con el mundo?
En Holanda, el Centro de Investigación y Universidad Wageningen cumple este objetivo. Es catalogada como la mejor del planeta en las áreas agropecuarias. Tiene 12,000 estudiantes, la mitad en programas de posgrado y el 22% son extranjeros. Una buena parte de sus programas académicos son en inglés, no holandés. Sus programas de investigación actúan en alianza con empresas agrícolas, todo con miras a ser el “Food Valley”, en alusión a Silicon Valley y el papel que ha jugado la Universidad de Stanford en impulsar la empresarialidad. Pero Wageningen no está sola. Colaboran con ella una multiplicidad de laboratorios, empresas, universidades y proyectos alrededor del mundo.
Todo esto sucedió en medio de un proceso de apertura económica. En Holanda, los aranceles son bajos y, frente a los 27 países de la Unión Europea, hay libre movimiento de bienes. ¿Hay voluntad para aceptar que solo hay posibilidades de superación cuando hay competencia? Holanda no decidió cerrar sus fronteras, por el contrario, se planteó ser lo suficientemente productivo e innovador para servir al mundo.
Publicado en Revista K, edición de Agosto de 2018, No. 131, pág. 113.
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