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Lecciones de piratas y diablos 

Por Diego E. Quijano Durán 

 

Cuando solo había diablos rojos, el sistema de transporte no tenía nada envidiable, pero sí tenía dos cosas a su favor: prácticamente no era subsidiado (solo parte del diésel) y era descentralizado.


Estas dos características son valiosas. La primera implica que, a efectos prácticos, era un sistema financieramente autosostenible. Los buses salían a la calle porque podían conseguir una ganancia. Pocos países podían decir lo mismo de su sistema de transporte. En cuanto a la descentralización, al estar el sistema repartido entre decenas de transportistas significaba que el poder político estaba dividido en distintos grupos de interés.

Al margen de lo dicho, el modelo era extraordinariamente deficiente. El sistema de cupos, creado por la dictadura militar como método de dominio político, generaba unos incentivos perversos. Los cupos eran una fuerte barrera a la entrada para nuevas empresas, desincentivaban la innovación y desmotivaban una mejora en la calidad del servicio. Además, permitían la más grosera irresponsabilidad de parte de los conductores, propietarios de buses y dueños de cupos. 

El gobierno pasado fue enérgico en su respuesta, pero su solución fue centralista, homogénea y monopólica, con buses caros e insostenibles financieramente. Es decir, eliminó todo lo bueno de los diablos rojos, creó nuevos problemas y solo resolvió parcialmente los existentes. Su principal logro fue sacar la politiquería del sistema, pero lo hizo concentrando en un solo cuerpo la palanca para ejercer el poder político. Tal y como vimos hace unas semanas, esto fue un grave error: una huelga menor de conductores fue capaz de paralizar el transporte de la ciudad.


Espero que no cometamos los errores de países como Francia, cuyas sociedades son asediadas por huelgas intolerables que impiden cualquier reforma. El gobierno pasado, para apaciguar a los transportistas que querían proteger sus patentes de corso, les compró los cupos. En sí mismo, es una medida razonable para incorporarlos en el proceso de reforma de manera pacífica.

No habría sido descabellado considerar un sistema de concesiones de rutas otorgadas con ciertos requisitos objetivos — cantidad de buses asignados, conductores asalariados, seguros y revisados periódicos del equipo — . No fue eso lo que sucedió. El gobierno se gastó dinero de los contribuyentes comprando buses viejos, deshaciéndolos como chatarra y recomprando mil 200 buses nuevos. ¿Realmente tenemos y generamos tanta riqueza para darnos ese lujo? Ya es muy tarde para llorar. Lo sensato habría sido ir cambiando primero el modelo y los procesos antes que el hardware.

 

¿Y por qué un solo tamaño de bus? Se pudo haber conseguido buses más pequeños para servir rutas con menos demanda o rutas con calles de difícil acceso, y también buses de doble altura para aumentar la capacidad en las avenidas grandes con mucha demanda. Tampoco tiene lógica que hubiese un solo operador de buses en toda la región metropolitana. Si este tiene problemas, toda la ciudad paga por ello. He aquí otro valor de la descentralización.

Mientras tanto, florecen los piratas. Siempre existieron, pero ahora se multiplicaron. ¿Por qué? Los piratas identificaron los desajustes creados por el nuevo sistema de transporte. La situación había empeorado, un resultado esperable de un sistema centralizado, con un operador monopólico y que solo ofrecía una solución homogénea para un problema complejo y dinámico.

Estos empresarios se aventuraron invirtiendo recursos y comprobaron que la gente está dispuesta a pagar más por un transporte que le dé lo que busca: frecuencia, flexibilidad de rutas, etc. Sin ellos, ¿cuánto más sufriría la gente? No digo que sean santos, digo que hacen un mejor trabajo en satisfacer la demanda de sus clientes. ¿Quizás podamos aprender algo de este fenómeno, así como de los diablos rojos?

Publicado en Revista K, edición de noviembre de 2014.

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