La ortografía: "Terror del ser umano"
Por Diego E. Quijano Durán
Muchas veces prestamos demasiada atención a la imagen y nos distraemos de lo verdaderamente importante. La ortografía es uno de esos casos. Tenemos la mala costumbre de juzgar rápidamente la cultura y el intelecto de una persona por su ortografía, en lugar de enfocarnos en su argumento. La realidad es que la ortografía tiene muchas arbitrariedades, contradicciones y razones sin razón. ¿Qué sentido tiene que haya tres letras —k, q y c— que representen el mismo sonido? ¿O dos letras para el mismo fonema, que recogen la j y la g? El papel de la s, la c y la z también se tendría que debatir. ¿Alguien le puede encontrar sentido a la letra u después de la q? La ortografía es una materia que causa pesadillas a los niños. Los buenos maestros suelen ser los primeros en sufrir el desastre, pero también en reconocer la naturalidad y hasta lógica con que los muchachos escriben ciertas palabras con errores.
Los fantasmas ortográficos continuarán persiguiendo a estos jóvenes durante su vida profesional y de manera realmente innecesaria. ¿No sería mejor que ahorráramos tiempo en la educación simplificando la orthographía —como se escribía antiguamente en atención a su etimología—, de tal forma que le dedicáramos más a la sintaxis, la puntuación, el vocabulario y la comprensión de lectura? Estas son cuestiones de mayor importancia que saber cuándo se escribe has y cuando as. El contexto aclara si se trata del verbo o la baraja.
Gabriel García Márquez fue el gran promotor de esta idea en el siglo XX. Tuvo el valor, en 1997, nada más y nada menos que en el discurso de apertura del Primer Congreso Internacional de la
Lengua Española, de proponer lo siguiente: “enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron, como si fueran dos, y siempre sobra una”.
Confieso que no fui partidario de esta idea inicialmente. Había que defender la lengua a capa y espada, con todo y sus imperfecciones y dificultades, porque eso le daba riqueza. No obstante, un poco de investigación y debate me llevó a convencerme de que muchos aspectos de la lengua escrita que hoy consideramos sagrados en la ortografía fueron decisiones arbitrarias, y más vale simplificar que mantener esa vestimenta difícil de abotonar. Los esfuerzos han de dedicarse a la puntuación, no a la g o la j.
Invito a todo lector que busque el iluminador artículo de la argentina Karina Galperín, doctora en letras y lenguas romances, titulado ‘Tomemos en serio la provocación de García Márquez’ (La Nación, 1 de octubre de 2014). Galperín nos descubre que Antonio de Nebrija, el autor de la famosa ‘Gramática Española’ de 1492, ya cuestionaba la existencia de la letra h, la cual “no sirve de por sí en nuestra lengua”. Nebrija también apuntó que el primer principio de ortografía era “tenemos de escrivir como pronunciamos, y pronunciar como escrivimos”. Debe quedar desarmado cualquier detractor de esta irreverente propuesta cuando lea que al fundarse la Real Academia de la Lengua,
en 1713, entre sus objetivos estaba “fixar la lengua”.
La realidad es que no usamos ortografía para hablar, así que ¿por qué no simplificar la ortografía y
reducir esa distinción, que solo es de forma, entre el supuesto culto y el supuesto bruto? El contexto siempre resolverá dudas, se facilitará la tarea de mantener uniformidad de la lengua entre los hispanohablantes del mundo y liberaremos tiempo para aspectos más valiosos de nuestra educación.
Publicado en Revista K, edición marzo de 2014.
Por Diego E. Quijano Durán
Muchas veces prestamos demasiada atención a la imagen y nos distraemos de lo verdaderamente importante. La ortografía es uno de esos casos. Tenemos la mala costumbre de juzgar rápidamente la cultura y el intelecto de una persona por su ortografía, en lugar de enfocarnos en su argumento. La realidad es que la ortografía tiene muchas arbitrariedades, contradicciones y razones sin razón. ¿Qué sentido tiene que haya tres letras —k, q y c— que representen el mismo sonido? ¿O dos letras para el mismo fonema, que recogen la j y la g? El papel de la s, la c y la z también se tendría que debatir. ¿Alguien le puede encontrar sentido a la letra u después de la q? La ortografía es una materia que causa pesadillas a los niños. Los buenos maestros suelen ser los primeros en sufrir el desastre, pero también en reconocer la naturalidad y hasta lógica con que los muchachos escriben ciertas palabras con errores.
Los fantasmas ortográficos continuarán persiguiendo a estos jóvenes durante su vida profesional y de manera realmente innecesaria. ¿No sería mejor que ahorráramos tiempo en la educación simplificando la orthographía —como se escribía antiguamente en atención a su etimología—, de tal forma que le dedicáramos más a la sintaxis, la puntuación, el vocabulario y la comprensión de lectura? Estas son cuestiones de mayor importancia que saber cuándo se escribe has y cuando as. El contexto aclara si se trata del verbo o la baraja.
Gabriel García Márquez fue el gran promotor de esta idea en el siglo XX. Tuvo el valor, en 1997, nada más y nada menos que en el discurso de apertura del Primer Congreso Internacional de la
Lengua Española, de proponer lo siguiente: “enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron, como si fueran dos, y siempre sobra una”.
Confieso que no fui partidario de esta idea inicialmente. Había que defender la lengua a capa y espada, con todo y sus imperfecciones y dificultades, porque eso le daba riqueza. No obstante, un poco de investigación y debate me llevó a convencerme de que muchos aspectos de la lengua escrita que hoy consideramos sagrados en la ortografía fueron decisiones arbitrarias, y más vale simplificar que mantener esa vestimenta difícil de abotonar. Los esfuerzos han de dedicarse a la puntuación, no a la g o la j.
Invito a todo lector que busque el iluminador artículo de la argentina Karina Galperín, doctora en letras y lenguas romances, titulado ‘Tomemos en serio la provocación de García Márquez’ (La Nación, 1 de octubre de 2014). Galperín nos descubre que Antonio de Nebrija, el autor de la famosa ‘Gramática Española’ de 1492, ya cuestionaba la existencia de la letra h, la cual “no sirve de por sí en nuestra lengua”. Nebrija también apuntó que el primer principio de ortografía era “tenemos de escrivir como pronunciamos, y pronunciar como escrivimos”. Debe quedar desarmado cualquier detractor de esta irreverente propuesta cuando lea que al fundarse la Real Academia de la Lengua,
en 1713, entre sus objetivos estaba “fixar la lengua”.
La realidad es que no usamos ortografía para hablar, así que ¿por qué no simplificar la ortografía y
reducir esa distinción, que solo es de forma, entre el supuesto culto y el supuesto bruto? El contexto siempre resolverá dudas, se facilitará la tarea de mantener uniformidad de la lengua entre los hispanohablantes del mundo y liberaremos tiempo para aspectos más valiosos de nuestra educación.
Publicado en Revista K, edición marzo de 2014.
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